“No permitan que mis huesos queden entre españoles, aunque muera entre ellos; procuren que vayan donde están los indios, mis queridos hijos, que allí donde trabajaron y se molieron han de descansar.” -Antonio Ruiz de Montoya.

 

Antonio Ruiz de Montoya actúa en la etapa fundacional de las reducciones jesuíticas, en la que se va formando la región misionera. Nació en Lima (Perú) el 13 de junio de 1585, hijo de Cristóbal Ruiz de Montoya y Ana de Vargas. Pierde sus padres en la infancia e ingresa al Colegio San Martín de los jesuitas en su ciudad natal.

 

Imagen de las Ruinas de Loreto, donde descansan
los restos de Antonio Ruiz de Montoya.

Cuando se preparaba para participar como soldado de una expedición contra los araucanos que organizaba el gobernador de Chile, y hallándose meditando le sobrevino una visión que él describe de esta manera: “Parecióme ver en un gran campo muchos infieles. Sentíame muy aficionado a ayudarlos, para que se salvasen; y lo que más me incitaba a esto, era ver a los de la Compañía como arremetían hacia ellos, encendidos de caridad para hacerlos cristianos”.

Para entonces, ya se había creado la Provincia Jesuítica del Paraguay que comprendía la Cuenca del Plata y Chile. El Provincial designado para su organización, el P. Diego de Torres, llegó a Lima en 1607 y Montoya, que había ingresado al noviciado de la Compañía, encuentra la oportunidad de sumarse al grupo de misioneros que iban a partir para la evangelización de la nueva Provincia. Después de terminar sus estudios en Córdoba y ordenarse sacerdote, el P. Torres lo llevó a Asunción y a continuación fue destinado a las aldeas del río Paranápanema donde los padres jesuitas José Cataldino y Simón Mascetta habían fundado poco antes las reducciones de Loreto y San Ignacio. En el camino hacia la región del Guayrá, que es donde estaban estas reducciones, pasa por la zona de Mbaracayú donde se queda unos días administrando a los indios del lugar los sacramentos. “Con el continuo curso de hablar y oír la lengua [Guaraní], vine a alcanzar facilidad en ella”. Aquí pudo observar la planta natural de la yerba, como se hacía su cosecha y procesamiento y como los indios eran explotados en esta tarea por los encomenderos españoles.  Llegado al Guayrá escribe sus primeras impresiones al padre Provincial: “Los indios que en estos ríos están escondidos, por miedo de los españoles, son muchos, haciendo en medio de los montes y espesuras unas poblaciones muy grandes; los caciques han salido solos, con unos pocos indios, a vernos; y si entendieran que lo pudieran hacer con seguridad, vinieran muchos”. Se refiere después a la pobreza en que halló a los Padres, “sin camisa y sin zapatos y la sotana con mil remiendos, que ya no se conocía el primer lienzo”. Considera que teniendo más sacerdotes y protegiéndose a los indios de los agravios de españoles y portugueses, “se reducirán casi todos, y se hará una de las más copiosas y lucidas cristiandades que haya en las Indias”.

Durante los ocho años siguientes Antonio Ruiz de Montoya trabajó incansablemente, incorporando a los pobladores de las riberas del Paranapanema y del Pirapó en los nuevos pueblos de Loreto y San Ignacio Miní. En una labor comparable a la de Roque González más al sur, organizó los pueblos, diseñó y construyó edificios, atendió a los enfermos, puso escuela, enseñó y predicó la Doctrina.

En 1622 fue designado Superior de la Misión del Guayrá, iniciándose una nueva etapa caracterizada por la rápida expansión misionera y una decidida agresión externa dirigida por los bandeirantes paulistas (que cazaban a los indios para convertirlos en esclavos, llevándoselos al Brasil) y por los encomenderos españoles de Villarica y Ciudad Real.

Imagen de un muro apuntalado en las Ruinas de Loreto,
ubicadas en la provincia de Misiones, Argentina.

El éxodo guayreño

En 1631 ya se habían destruido 11 pueblos, sobreviviendo únicamente los de Loreto y San Ignacio Miní, con los cuales se decidió el penoso éxodo. En su obra “La Conquista Espiritual” nos lo cuenta de esta manera:

“La centinela que comúnmente teníamos, nos dio aviso de la venida del enemigo, con que los indios trataron de mudar y dejar sus tierras por escapar las vidas y libertad.
 Ponía espanto ver por toda aquella playa ocupados los indios en hacer balsas, que son juntas dos canoas o dos maderos grandes cavados a modo de barco, y sobre ellos formar una casa bien cubierta que resiste el agua y sol; andaba  la gente toda ocupada en bajar a la playa sus alhajas y su matalotaje, sus avecillas y crianza. El ruido de las herramientas, la prisa y la confusión, daban demostraciones de acercarse ya el juicio. ¿Y quién lo dudara, viendo seis o  siete sacerdotes que allí nos hallamos, recoger los ornamentos, desenterrar tres cuerpos de misioneros insignes que allí sepultados descansaban, desamparar tan lindas y suntuosas iglesias que dejamos bien cerradas porque no se volvieran en escondrijos de bestias?
Fabricáronse en muy breve tiempo 700 balsas sin muchas canoas sueltas en que se embarcaron más de 12.000 almas, que solas escaparon en este diluvio tan tempestuoso”.*

En el gran “salto” del río Paraná, donde era obligado desembarcar para hacer un trecho por tierra, los encomenderos de Ciudad Real se habían atrincherado para no dejar pasar a los emigrantes y obligarlos a someterse al servicio personal.

El obstáculo pudo superarse, pero con las mayores penurias, puesto que perdieron sus embarcaciones en el salto y apenas pudieron avanzar acuciados por la falta de alimentos y las enfermedades, hasta alcanzar el socorro de los primeros asentamientos del Alto Paraná: Natividad del Acaray y Santa María del Iguazú, aproximadamente en los emplazamientos actuales de Ciudad del Este y Foz de Iguazú.  Se retomó la vía fluvial y en marzo de 1632 llegaron a las orillas del Yabebirí donde restablecieron los pueblos de Loreto y San Ignacio Miní en donde hoy se hallan sus ruinas.

Antonio Ruiz de Montoya había sido designado conductor del último intento para detener la expansión bandeirante. Después de varios años de enormes esfuerzos junto a los misioneros que de él dependían, le tocó administrar la derrota y el éxodo. Oprimido por el dolor al ver la desgracia de sus hijos espirituales, tuvo que sufrir también las acusaciones de varios misioneros. Pero a pesar de esto, fue reivindicado y nombrado Superior de las Misiones en 1636,  en circunstancias  de nuevos ataques bandeirantes sobre el Tape y el Itatín.

Las reducciones debieron trasladarse en el estrecho espacio entre el Uruguay y el Paraná, donde tras un nuevo período de hostilidades  que culmina con el triunfo de las milicias guaraníes en la batalla de Mbororé (1641), se consolidan definitivamente las reducciones en nuestra región.

Mientras tanto, entre 1637 y 1643, Antonio Ruiz de Montoya cumplía la misión que le fuera encomendada por el Provincial Diego de Boroa, de peticionar ante la corte del rey de España, la protección y justicia de los Guaraníes.  Presentó allí memoriales y entrevistó a diferentes personajes de la corte hasta llegar al rey Felipe IV. Obtuvo la autorización para el uso de armas de fuego, ad referendum del virrey del Perú.

Aprovecha la estadía en España para publicar trabajos de lingüística realizados en sus primeros años en el Guayrá. También una relación de lo acontecido en las reducciones hasta  1637 titulada  La Conquista Espiritual.
Montoya no volvió a las reducciones. Había sido destinado a Lima, capital del Virreinato donde siguió las gestiones para obtener la protección de los guaraníes y el permiso para utilizar armas de fuego para defenderse. Sintió su estadía en Lima (1644-1652) como un destierro. Refiriéndose en una carta a las reducciones de las que siempre recibía noticias, decía: “aunque desean mucho verme por allá, deseo yo más verlos y morir entre ellos, porque deseo que mis huesos resuciten en medio de los suyos”.

Falleció el 11 de abril de 1652 en Lima.

Libros de Antonio Ruiz de Montoya

Editados en vida:

  • CONQUISTA ESPIRITUAL hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús, en las Provincias de Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape.Madrid, Imprenta del Rey, 1639.
  • Tesoro de la lengua guaraní. Madrid, Juan Sánchez, 1639.
  • Catecismo de la lengua guaraní. Madrid, Diego Díaz de la Carrera, 1640.
  • Arte y Vocabulario de la lengua guaraní.Madrid, Juan Sánchez, 1640.

 

Publicados posteriormente:

  • Sílex del Divino Amor. Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 1991.
  • Apología en defensa de la doctrina cristiana escrita en lengua guaraní. Lima, CAAAP, CEPAG y Escuela "Antonio Ruiz de Montoya, 1996

* Los párrafos en letra cursiva son transcripciones del libro de Antonio Ruiz de Montoya, "La Conquista Espiritual".

Fuente: Centro de Investigaciones Históricas "Guillermo Furlong" (ver página del Centro...)

Fotografías de Ruinas de Loreto: Fabricio Micheli. Marcos Luft.

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